Op-Ed: Mi hermano desapareció por una enfermedad mental. Así es como lo encontré de nuevo
A medida que seguía cada pista, mi hermano Mike se volvía más y más real, más y más una persona para mí, un humano singular digno de algo más que un resumen clínico psiquiátrico.
- Share via
Cuando empecé a escribir sobre la vida de mi hermano, sabía mucho sobre el dolor. Ansiaba una dosis igual de esperanza. Pero aún no sabía dónde vivía el anhelo en la historia de Mike.
Ahora lo sé.
Mike, hijo del primer matrimonio de mi madre, era ocho años mayor que yo. Era un niño dulce, lento para aprender y diagnosticado como “ligeramente retrasado”. Esa era la etiqueta que usábamos en los años 50. Pero cuando él cumplió 14 años, la rabia le invadió y destrozó a nuestra familia. Nuestros padres, desesperados por obtener ayuda, pidieron una evaluación al hospital psiquiátrico estatal. El nuevo diagnóstico de mi hermano: esquizofrenia paranoide, con capacidad de violencia.
Mike fue internado por orden judicial en el Hospital Estatal de Colorado, antes conocido como Manicomio Estatal de Colorado. Nunca más volvió a vivir en su casa.
La vida de mi hermano refleja la deplorable historia del tratamiento de las enfermedades mentales en Estados Unidos. A partir de 1957, pasó nueve años en instituciones psiquiátricas superpobladas del estado de Colorado.
Los clientes de Pizza Hut de Los Ángeles están recibiendo un cargo extra para ayudar a recuperar “el aumento del coste de las operaciones en el estado de California”.
Cuando en 1966 le devolvieron a Denver, junto con otros miles de personas con problemas a medida que los hospitales mentales vaciaban sus salas, las visitas de Mike a su casa desencadenaron un caos emocional. No podía reunirse sin esfuerzo con nuestra familia después de tantos años de ausencia. Enfadado y resentido, cortó todo contacto.
Diez años después, en 1976, Mike murió solo en su casa, sin ser descubierto durante tres días. Su necropsia “no reveló una causa anatómica de la muerte”, aunque su cerebro mostraba cicatrices relacionadas con un “trastorno convulsivo”. Los medios de comunicación de Denver utilizaron su muerte en solitario para sacar a la luz las viviendas (nidos de ratas decían) que albergaban a personas con enfermedades psiquiátricas. Nuestra madre se enteró de la pérdida de su hijo de 33 años por la portada del Denver Post.
En los años siguientes, no quiso hablar de Mike ni volver a conversar de su vida. Yo me plegaba a sus deseos, a su fragilidad. Respondía a las preguntas sobre los hermanos de la forma más sencilla posible: “Tuve un hermano mayor -un medio hermano- que se fue de casa cuando yo tenía 6 años. Murió hace años”.
Solo cuando mis padres ya no estaban, me arriesgué a abordar el contenido del sobre que habían guardado: un montón de expedientes judiciales y médicos de hace décadas, papel periódico amarillento y cartas de mi hermano. La carpeta me pareció incendiaria. Pero, finalmente, derramé los documentos del “archivo Mike” sobre mi escritorio, cada página era una pista de su vida.
Decidí resucitar a mi hermano, recrear su vida, conocerlo por primera vez. Seguí todas las pistas, entrevisté a todos los personajes supervivientes. Pero no tenía ni idea de que todas esas notas, palabras y borradores acabarían acercándome como nunca a conocerme a mí mismo.
Ahora ya no me considero un hijo único. Mike estuvo ahí, todo el tiempo, la fuerza dominante que daba forma a nuestra familia, que me constituía a mí. Cuando vi lo perturbador que era él, seguramente elegí ser lo contrario. Mi hermano era errático; yo era obediente. Era duro; yo era flexible. Me sorprende que haya tardado tanto en darme cuenta de todo esto.
Entonces, ¿dónde está la esperanza?
Para mí, llegó cuando pude decir: “Te veo, Mike”. Pasé del silencio y la negación al reconocimiento. A medida que abría las puertas, él se hacía cada vez más real, cada vez más una persona para mí, un humano singular digno de algo más que un resumen clínico.
Los políticos suelen pagar las obras hidráulicas con dinero prestado, no con el fondo general, escribe el columnista George Skelton.
Al negarmos a mirar hacia otro lado mientras nuestros padres, madres, hermanos e hijos luchan con problemas de salud mental, creamos esperanza. Elegimos la empatía sobre el miedo, la compasión sobre el desapego.
Cuando he contado la historia de Mike en lecturas y entrevistas, a menudo en conversación con un psicólogo o psiquiatra, los clínicos siguen rebajando su diagnóstico. Es probable que no sufriera en absoluto esquizofrenia, un diagnóstico generalizado que se utilizaba en los años cincuenta. Podría haber padecido un trastorno bipolar o estar en el espectro del autismo. Su paranoia y demencia pudieran haber sido más cíclicas o transitorias que crónicas, más tratables que ineludibles. Él pudo haber vivido simplemente con depresión y problemas de aprendizaje.
A medida que Mike se vuelve menos temible, se vuelve más de carne y hueso. En las últimas fotografías que tengo de él, parece resignado, inexpresivo, un tótem de más de dos metros de altura anclado a la acera. Ahora, la nube de tormenta de mi hermano empieza a suavizarse, a moverse, a ser una presencia real.
Vuelvo una y otra vez a las cartas que Mike escribió a nuestra madre cuando salió del hospital. Suena dolorosamente consciente de sí mismo cuando oscila entre la angustia y la disculpa. Le subraya a nuestra madre: “Déjame en paz para siempre. No te diste cuenta de que era un buen hijo cuando me tuviste. Soy una persona con gran determinación, fuerza, deseo, iniciativa y confianza en mí mismo. Me desenvuelvo en este gran y profundo mundo giratorio”.
“Espero que algún día te des cuenta de lo que hubiera sido si no me hubieras estropeado”.
Ese “algún día” ha llegado, Mike. Me estoy dando cuenta de lo que podrías haber sido si hubieras nacido 50 años después -y de lo que yo podría haber sido si nos hubiéramos criado juntos-. Tu desaparición de nuestra familia fue una pérdida palpable, que nos privó de una relación que habría enriquecido nuestras vidas.
Las familias de hoy en día han dejado de lado parte del estigma y la vergüenza ligados a las enfermedades psiquiátricas, pero menos de la mitad de los adultos con problemas de salud mental reciben ayuda. Estamos muy lejos del acceso universal al tratamiento de las enfermedades mentales.
En primer lugar, debemos enfrentarnos a nuestros miedos. Debemos reconocer la plena humanidad, así como los desafíos de nuestros seres queridos. Ahí es donde reside la esperanza, para todos nosotros: cuando podamos decir, simple y honestamente, “te veo tal como eres”.
Stephen Trimble es autor de las memorias “The Mike File: A Story of Grief and Hope”.
Para leer esta nota en inglés haga clic aquí
Suscríbase al Kiosco Digital
Encuentre noticias sobre su comunidad, entretenimiento, eventos locales y todo lo que desea saber del mundo del deporte y de sus equipos preferidos.
Ocasionalmente, puede recibir contenido promocional del Los Angeles Times en Español.